jueves, 13 de septiembre de 2007

Sobre la democracia

por Steve H. Hanke

Steve H. Hanke es profesor de economía aplicada en la Universidad Johns Hopkins y Senior Fellow del Cato Institute
Luego de la Primera Guerra Mundial, el Presidente Woodrow Wilson se propuso hacer del mundo un lugar seguro para la democracia. Desde ese entonces, los presidentes estadounidenses han marchado al ritmo del idealismo Wilsoniano. De hecho, gran parte de la política exterior estadounidense es realizada bajo el pretexto—y en algunos casos la verdadera creencia—de que EE.UU. está esparciendo la democracia en el resto del mundo. Por lo tanto, el uso por parte del Presidente George W. Bush de ese razonamiento para nuestras actividades en el extranjero no es algo nuevo ni fuera de lo común y es lógico que una de las recientemente establecidas misiones de las agencias de inteligencia estadounidenses, incluyendo a la Agencia de Inteligencia Central (CIA), es “fortalecer el crecimiento de la democracia y mantener estados pacíficos y democráticos”.

La mayoría de las personas, incluyendo a muchos estadounidenses, estaría sorprendida al enterarse de que la palabra “democracia” no aparece en la Declaración de la Independencia (1776), ni en la Constitución de los Estados Unidos de América (1789), ni en sus primeros diez mandamientos, conocidos como la Carta de Derechos (1791). También les sorprendería la razón por la cual la palabra democracia no se encuentra en los documentos constituyentes de EE.UU. Contrario a lo que la propaganda le ha hecho creer a la gente, los padres fundadores de EE.UU. eran muy escépticos y ansiosos con respecto a la democracia. Estaban al tanto de los males que vienen con la tiranía—en este caso, la tiranía de la mayoría. Los autores de la constitución se esforzaron mucho para asegurarse de que el gobierno federal no estuviese basado en la voluntad de la mayoría y que no fuese, por lo tanto, democrático.

Foto: http://www.factum.edu.uy/

La constitución original estableció el Estado de Derecho y los límites del gobierno. Cerca del 20% de nuestra constitución enlista cosas que el gobierno federal y los gobiernos estatales no pueden hacer. Otro 10% de nuestra constitución lo constituyen las entregas positivas de poder. Gran parte de la constitución —cerca de un 70%— se trata lo que los autores percibían como su principal objetivo: someter a EE.UU. y su gobierno al Estado de Derecho.

La constitución es principalmente un documento estructural y de procedimientos que enlista quiénes deben ejercitar el poder y cómo lo deberían hacer. La constitución dividió el gobierno federal en tres ramas: legislativa, ejecutiva y judicial. Cada rama estaba diseñada para limitar el poder de las otras porque los autores no querían depender solamente de los votantes para limitar el poder del gobierno.

Como resultado, a los ciudadanos se les dio poco poder para elegir a los funcionarios federales. Ni el Presidente, ni los miembros de la rama judicial ni el Senado eran elegidos mediante un voto popular directo. Solo los miembros del congreso eran directamente elegidos por un voto popular. La Constitución no era una construcción cartesiana o una formula con intenciones de ingeniería social, pero algo para proteger a los individuos ciudadanos del gobierno. En pocas palabras, la Constitución estaba diseñada para gobernar al gobierno, no a las personas.

La Carta de Derechos además establece los derechos de las personas para protegerlos de violaciones por parte del Estado. La única cuestión que los ciudadanos le pueden pedir al gobierno, de acuerdo a la Carta de Derechos, es un juicio con un juzgado conformado por civiles. El resto de los derechos de un ciudadano son protecciones del Estado.

foto: http://www.cgil.it/

Si los autores de la constitución no se adherían a la democracia, ¿a qué se adherían? Para un hombre, los autores creían que el propósito del gobierno era el de asegurarle a los ciudadanos la trilogía de John Locke—el derecho a la vida, la libertad y la propiedad. John Adams, por ejemplo, escribió que “el momento en que la idea de que la propiedad privada no es sagrada como las leyes de Dios, y que no hay una fuerza legal o justicia pública para protegerla, la anarquía y la tiranía comenzará”.

Las acciones de los autores muchas veces decían mucho más que sus palabras. Alexander Hamilton, un distinguido abogado, arguyó varios casos famosos tan solo por defender los principios en los que él creía. Por ejemplo, luego de la guerra revolucionaria en contra del poder colonial, Gran Bretaña, el estado de Nueva York pasó medidas severas en contra de los fieles a Gran Bretaña y de los súbditos ingleses. Estas incluían la Ley de Confiscación (1779), la Ley de Citación (1782) y la Ley de Intromisión (1783). Todas involucraban la toma de propiedad.

Desde el punto de vista de Hamilton, estas leyes ilustraban la diferencia inherente entre la democracia y la ley. Aunque las leyes fueron muy populares, estas violaban principios fundamentales de la ley de propiedades. Hamilton convirtió sus opiniones en acción al hacer que el Estado de Derecho sea aplicado estrictamente. El defendió exitosamente —enfrentándose a una hostilidad pública enorme— a aquellos que se les confiscó propiedades bajo las leyes de Nueva York.

foto: http://biblioteca.idict.villaclara.cu/

La constitución estuvo diseñada para avanzar la libertad, no la democracia. Para hacer aquello, la constitución protegía los derechos de los individuos de abusos por parte del gobierno y de sus conciudadanos. Con ese objetivo, la constitución dejó establecidas reglas claras y que pueden ser ejercidas para proteger los derechos del individuo.

Como consecuencia, la envergadura del gobierno y su escala fueron estrictamente limitadas. La libertad económica, la cual es una precondición para el crecimiento y la prosperidad, fue enraizada en la constitución, y así es como las cosas permanecieron para EE.UU. durante su primer siglo de desarrollo y extraordinario crecimiento.

Este artículo fue publicado en marzo de 2007 en la revista Forbes (EE.UU.).
Traducido por Gabriela Calderón para Cato Institute.

FUENTE: http://www.elcato.org/node/2316

martes, 11 de septiembre de 2007

LOS GRADUADOS y los nuevos

la foto?...la tomó ::Joshua -El Ushi- Coblentz en su primer contacto con la ansiada cámara y su primer evento liberal en la gran Lima, los fotografiados, Caleb Paredes, Franz Max, Milton Vela, Ricardo Garcia y Rubén Manrique no tienen intenciones de demandarlo por esta toma que la hizo sin llegar al número tres de las clásicas contaditas antes de la salida del flash.
Los nuevos...de espaldas a la otra realidad...pero buscando el otro sendero.
...300...cambiaron una historia...!!!buena película!!!

El profe Milton entregándome la posta?...no, es su càmara...no decìa que el Joshua no espera a que llegue el número tres, lanza el flash gratuitamente.
Terminasmos aquel evento y luego salimos rumbo a Iquitos. La novedad fue que me dejó ese avión, pero el aeropuerto es grande y se puede "vivir" ahi hasta que tomes el otro vuelo.

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lunes, 10 de septiembre de 2007

La Rusia de Putin

Escrito por Mario Vargas Llosa
LiberPress- Diario La Nación/El País - Londres- Sábado 1 de Septiembre de 2007- Es difícil imaginar una historia moderna más triste que la de Rusia, el país que ha dado al mundo, en el último siglo y medio, esa extraordinaria floración de pensadores, escritores, compositores, artistas, poetas, utopistas y místicos tan bellamente descripta en los ensayos de Isaiah Berlin. Después de haber padecido por más de setenta años una de las más ignominiosas dictaduras que haya conocido la historia –en la que muchos millones de inocentes ciudadanos perecieron en el gulag siberiano en razón de la mera paranoia de los dueños del Kremlin–, al sobrevenir el colapso de la Unión Soviética en vez de la libertad surgió el caos, la anarquía económica y política, a cuyo amparo los ex comisarios comunistas perpetraron pillerías vertiginosas, “privatizando” en su favor las industrias estatales y permitiendo a las mafias sacar del país, hacia los paraísos fiscales del planeta, billones de divisas mal habidas y robadas al pueblo ruso, que vio, de este modo, reducirse todavía más sus precarios niveles de vida y pasó a vivir en la inseguridad más absoluta y el temor crónico. No es extraño que Vladimir Putin, el antiguo agente de la KGB, el más siniestro organismo del antiguo régimen y responsable de sus más vesánicos crímenes, al subir al poder hiciera del orden y el respeto a la autoridad la columna vertebral de su política: eso era lo que más ambicionaban sus compatriotas en un país donde la ilegalidad reinaba por doquier y donde delincuentes y pistoleros de bajo y alto vuelo hacían de las suyas en la casi total impunidad. Putin ha puesto orden, en efecto; ha dado cuenta de muchos criminales, y ha restaurado una tradición de verticalismo autoritario que, con distintas máscaras ideológicas, ha mantenido en Rusia una continuidad con mínimos y fugaces intervalos de apertura, desde Iván el Terrible hasta el presente. El pueblo ruso, que no ha conocido casi otra cosa que el despotismo a lo largo de su historia, se siente cómodo, o por lo menos aliviado y esperanzado, en la Rusia de Putin. La popularidad de éste sigue siendo enorme y todo indica que, aunque no se presente en las nuevas elecciones como ha dicho, él en persona o a través de intermediarios seguirá rigiendo los destinos del país. Las valerosas minorías que, en condiciones de represión creciente, obran todavía a favor de la democracia y los derechos humanos y se esfuerzan por hacer conocer al resto del mundo los atropellos cotidianos a la libertad y a la ley que comete el régimen, están cada vez más acorraladas –censura, hostigamiento, represalias económicas, procesos penales y, en casos extremos, asesinatos– y todo indica que este estado de cosas sólo puede empeorar para ellas en el futuro inmediato. En el extranjero se conocen los grandes lineamientos de la política seguida por Putin y la rosca de ex agentes de la KGB y aparatchiks de que se ha rodeado para restablecer el poder autoritario. Ante todo, la estatización o neutralización de buena parte de los medios de comunicación independientes, que ahora están al servicio del gobierno, y la desprivatización de los principales entes responsables de la energía y las llamadas “industrias estratégicas”, devolviendo de este modo al Estado una injerencia hegemónica en la vida económica del país. Un sector industrial ha quedado fuera de la tutela estatal, cierto, pero a condición de un absoluto vasallaje a los dictados del poder. Las enormes reservas de gas y petróleo con que cuenta el país y los altísimos precios alcanzados por estos recursos en los mercados mundiales han dado al gobierno ruso un instrumento para multiplicar su influencia internacional, coaccionar a sus vecinos, retomar una carrera armamentística que encanta a las fuerzas armadas, que han recobrado su vieja condición de institución privilegiada dentro del sistema, y de hacer gravitar sobre Europa occidental una espada de Damocles: la amenaza de reducir o cortar los suministros de gas y petróleo, de los que aquélla se ha vuelto dependiente, si patrocina políticas que Rusia considera lesivas para su propia seguridad. Se conoce menos, en cambio, un aspecto todavía más sombrío y violento de la política de Putin: el nacionalismo que promueve para crear, de este modo, la ilusión de la unidad nacional patriótica contra los enemigos interiores y exteriores, y las secuelas inevitables de semejante ideología: el racismo y la xenofobia. ... Continúe leyendo el artículo en http://liberpress.blogspot.com/2007/09/la-rusia-de-putin.html



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